Don Lorenzo Cuéllar, prominente vecino de Warnes
(léase Urbanes, a la usanza de la época), era una especie de caja de caudales
en lo que respecta a dichos y dicharachos. Los largaba por montones, cualquiera
fuese el tema de conversación y cualquiera su interlocutor, como quien
distribuye bienes de fortuna, de los que quiere hacer merced en prueba de munificencia.
Cuando venía “al pueblo”, y los periódicos de ese entonces no dejaban de
saludarle en la columna del Social, visitaba entre los primeros a quien era su
amigo y patrocinante de litigios judiciales: el entonces joven y ya prestigioso
jurista Rubén Terrazas.
Cierto día cupo a quien esto escribe, niño a la sazón,
la suerte de escuchar el diálogo que sostenían el viejo hacendado y el joven
letrado. Hablaban al parecer de alguien ofrecido como testigo en el pleito
sobre unas tierras que don Lorenzo sostenía con cierto vecino suyo.
-¡Oh! -musitó el fidalgo urbanense-. A éste no va a
poder citárselo dentro del término de ley, porque vive lejos, muy lejos… Donde
el diablo perdió el poncho.
El culto pero curioso letrado apuntó seguidamente,
entre burlón y serio:
-Le he oído varias veces expedirse con ese dicho.
¿Puede Ud. indicarme, don Lorenzo, dónde queda ese lugar?.
-Por allá, por allá… Yo mismo no sé exactamente
adónde. En todo caso a muy larga distancia de aquí, y en un paraje que sólo
conoce poca gente.
-Si no conoce bien el lugar, estoy seguro de que
conoce la historia. Es ocasión de que me la cuente.
-Con el mayor gusto, mi doctorcito. Aquí va la historia,
tal como me la contó taita, y a éste el suyo y así sucesivamente.
Hace ñaupas vivía en su establecimiento un señor de
los que en clase de cañeros y en condición de solterones cambian cada noche de
colchón y muelen a dos y hasta a tres pailas. Demás está decir que ningún
colchón era el de su cama propia y ninguna paila le había sido dada con
bendición y latines de cura.
Vivía, pues, en pecado mortal y sin intención alguna
de apartarse de éste. Con decir que no iba al pueblo sino a la muerte de un obispo,
está dicho que no oía misa y con expresar que se pasaba las noches
zangaloteando, queda expresado que no ocupaba su tiempo en rezos. Al saberle
así, la gente murmuraba de él que era candidato seguro al infierno.
Cierto día le cayó a casa un forastero en calidad de
alojado. Era un tipo joven y buen mozo, y desde que llegó hasta que se puso en
camino de irse, no aflojó el poncho que llevaba puesto: Un poncho colla a
franjas, grueso y tieso, que le cubría desde el cuello hasta los morocos. Con
el achaque de que su mula estaba despiada, se quedó durante días en el
“establecimiento”.
Poco tardó en ganarse la voluntad del dueño y, lo que
es más, su confianza. Al fin consiguió aquello tras de lo cual había venido:
Llevarse al dueño de casa por camino largo y con pretexto de venderle una
estancia que dijo tener allá a la distancia. Partieron los dos bien montados,
el uno con su cómoda chaqueta viajera y el otro embutido en su poncho.
Nadie sabe de qué trataron en el camino, ni qué hizo
el uno con respecto al otro. Nada propio de cristianos debió de ser, si se
juzgan las cosas por las que después sobrevino. El hecho es que seguían tirando
para adelante, cada vez por más lejos de los trechos conocidos.
Entre tanto una de las prójimas que el campesino tenía
en casa y molía con él en la molienda, entró en serios temores acerca de él.
Desde un comienzo el emponchao no le había caído en gracia, y con esta
prevención empezó a abrigar recelos en su contra. Tales recelos se hicieron
mayores con la inesperada partida de ambos. Y tanto, que al día siguiente
determinó ir en su alcance.
Guapa, valiente y práctica en monturas y viajes, como
era, ensilló un caballo y salió al trote largo tras de los caminantes. Sin
aflojar el trote, sino para echarle al galope, le fue suficiente ese día con su
noche para lograr el arriesgado intento.
Era ya día claro cuando dio con ellos, en momentos en
que se disponía para proseguir la marcha. Colocándose frente a los dos se dirigió
a su conjunto, gritándole como angustiada:
-¡Ni un paso más, o te perdés pa siempre!.
El del poncho se apresuró a replicar, entre calmoso y
ofendido:
-¿Quién sos vos para impedir a éste que vaya conmigo?.
La mujer alzó entonces el grito:
-Te conozco a vos: ¡Sos el mismo Mandinga!.
Al decir esto hacía la señal de la cruz, enérgica y no
muy devotamente que se diga. El sujeto empezó a recular protegiéndose los ojos
con la mano y el antebrazo.
La mujer llegó a mayores efectividades. Esgrimiendo el
talero que tenía en la mano empezó a descargar sobre seguro una lluvia de
latigazos. No necesitó de mucho para lograr su objetivo. El diablo, pues se
trataba de éste, vivito y coleando, emprendió la fuga. Y con tanta
precipitación hubo de proceder, que dejó prendido el poncho en una rama.
Fue así de cómo una mujer pudo más que el diablo,
quitándole su presa y haciéndole perder el poncho. De allí viene el dicho,
aunque no se mencione el hecho de haber sido una mujer la autora. Mejor así,
para que la dignidad del hombre no sea tenida a menos.
Al decir este último, al tuno de don Lorenzo le
florecía una sonrisa picaresca tras de los bigotazos rebeldes.
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de
la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario