domingo, 20 de mayo de 2012

Bibosi en Motacú


Uno de los más curiosos y pintorescos casos de simbiosis vegetal que se presentan en nuestra tierra es la del árbol llamado bibosi y la palmera motacú. Tan estrechamente se enredan uno con otro y de tal modo viven unidos, que entre las gentes simples y de sencillo pensar se da como ejemplo vivo de enlace pasional. Una vieja copla del acervo popular lo expresa galanamente.

El amor que me taladra
necesita jetapú;
viviremos, si te cuadra,
cual bibosi en motacú.
Quienes saben más acerca de ello señalan de  que la palmera es el sustento y la base de la unión, pese a su condición femenina, y el árbol es el que se arrima a ella en procura del mantenimiento y firmeza, no obstante su ser masculino. En siendo verídica la especie, y la observación del conjunto da a pensar que lo es, habría en ello material suficiente para especulaciones de orden social y hasta moral si se quiere.

Dando al sugestivo asunto otro cariz y tratando de explicarlo por el lado de lo poético-afectivo, el poeta don Plácido Molina Mostajo cantó:

El membrudo bibosi que a la palma
por entero rodea
con tal solicitud, que al fin la ahoga:
Celoso enamorado prefiriera
antes que en otros brazos a su amada,
entre los propios contemplarla muerta.

Es, precisamente, lo que dice la leyenda sobre la peregrina unión del árbol corpulento y la grácil palmera.

Dizque por los tiempos de Maricastaña y del tatarabuelo Juan Fuerte, vivía en cierto paraje de la campiña un jayán de recia complexión y donosa estampa. Amaba el tal con la impetuosidad y la vehemencia de los veinte años a una mocita de su mismo pago, con quien había entrado en relaciones a partir de un jovial y placentero "acabo de molienda".

La mocita era delgaducha y de poca alzada, pero bonita, eso sí, y con más dulzura que un jarro de miel.

No tenía el galán permiso de los padres de ella para hacer las visitas de "cortejo" formal, por no conceptuarle digno de la aceptación. Pero los enamorados se veían fuera de casa, en cualquier vera de senderos o bajo el cobijo de las arboledas.

Entre tanto los celosos padres habían elegido por su cuenta, como futuro yerno, a otro varón que reunía para serlo las condiciones necesarias. Un buen día de esos notificaron a la hija con la decisión inquebrantable y la inesperada novedad de que al día siguiente habrían de marchar al pueblo vecino para los efectos de la boda.

La última cita con el galán vino esa misma noche. No había otra alternativa que darse el adiós para siempre. El tomó a ella en los brazos y apretó y apretó cuanto daban sus vigorosas fuerzas... "Antes que ver en otros brazos a la amada, entre los suyos contemplarla muerta".

Referían en el campo los ancianos, y singularmente las ancianas, que el primer bibosi en motacú apareció en el sitio mismo de la última cita de aquellos enamorados.

Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.

El Farol de la Otra Vida


Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer tercio del extinto siglo, hasta que todos consintieron en que había dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la segunda décadas del siglo pronto a extinguirse, el llamado "Farol de la otra Vida" fue materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de comentarios a cual más conmovedor.

Se trataba de un farol como cualquier otro de los que en aquella época se utilizaban ara caminar de noche por estas calles de Dios privadas de toda lumbre, como no fuese la de luna en su fase benéfica. Pero no llevado por manos de cristiano en actual existencia, a juzgar por la forma como discurría y el profundo silencio que reinaba a su paso.

Cuando la última campanada del reloj de la catedral había anunciado la media noche, el farol fantasma, o lo que sea, empezaba a hacerse ver en esta o aquellas calles de la ciudad dormida. Era del tamaño corriente, y dejaba advertir a través de sus vidrios una parpadeante llamita de vela que bien pudo ser de sebo o bien se cera. Se deslizaba por debajo de los corredores, a la altura y en disposición de si fuese llevado por cualquier persona, pero como si ésta anduviese muy paso a paso, con suma dificultad y deteniéndose aquí y allá por instantes.

No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y otras en calle distinta. No obstante, quienes lograron mejor expectación, aseguraban que salía de los trasfondos de la Capilla (huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por allá y ya cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba repentinamente en algún rincón.

A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía consigo rumor alguno, ni suscitaba que se produjesen en su derredor. Ningún aullido de perros se dejaba oír y asimismo ningún gañido de lechuza.

Que espantaba y empavorecía, no es necesario decirlo. Algunos al columbrarlo de lejos y de repente, echaban a correr sin freno. Se contaban entre éstos los juerguistas, los mal inclinados y los trasnochadores con propósitos vedados. Otros aguardaban a que se aproximase un poco, entre ellos algún valentón y algún curioso de los que no faltan. Pero aún éstos concluían por esquivarla, haciéndose cruces, y echar la carrera.

Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia podían muy bien encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero nadie de los tenidos por tales se animó a hacer la prueba, seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de los llamados.

Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba más de la cuenta para ir a misa, advirtió de improviso que el farol discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí mismo aterrorizada y respetuosa, diose a balbucear un padre nuestro por las almas del purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había desaparecido.
 Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.:

La calle Brava”.


Es una zona que le dio dolores de cabeza a las autoridades y vecinos por el desorden y el alboroto que provocaba en la época de la Colonia, esa fue la calle Brava, hoy conocida como Valle grande. 
"En su época sonó muy fuerte porque era una zona donde reinaban los tragos. Tengo conocimiento que la fama de brava se la dieron los borrachitos que armaban  unas trifulcas de aquellas", comenta el general Lucio Áñez, conocedor de la historia de Santa Cruz.
Según refleja Reymi Ferreira en su libro "Estampas cruceñas", desde la época de la colonia se establecieron allí los viajeros, arrieros y comerciantes que transitaban desde Santa Cruz a los valles y a otros departamentos occidentales del país.

Una zona roja. 
Producto de esa influencia, el área se fue llenando de tambos, chicherías, chicharronerías y casas comerciales. En ese ambiente, delincuentes, ladrones y sinvergüenzas circulaban a sus anchas como peces en el agua o loros en maizal.
Las continuas peleas, borracheras y escándalos que producía el consumo de alcohol llevaron a que sea conocida como el principal centro de desorden en la ciudad, poniendo en vigilia permanente a las autoridades.
Fernando Sanabria, en su libro "Tradiciones, leyendas y casos de Santa Cruz de la Sierra", relata que tal era el grado de peligrosidad en esta zona que la policía sólo se animaba a patrullar en grupos de efectivos, ya que de lo contrario debía hacerse de la vista gorda o desaparecer del lugar. 

Incontrolable.
Según Sanabria, si algún sereno pretendía imponer el orden, los contendientes abandonaban por un momento la gresca y mostraban al guardia "lo publico de la calle y lo quebradizo del orden".
En muchos casos, cuando algún oficial con gente armada llevaba a los bochincheros a dormir la siesta por el consumo de alcohol, "más tardaba en cargar con estos que los otros en armar una nueva batalla".
En aquella época llegó un señor con nombramiento de "Comisario de la Policía de Seguridad",  que  apenas  se enteró de lo que pasaba en la dichosa calle, habría comentado: "Esas son pavadas. Lo que pasa es que los tipos de la tal calle no han encontrado aun la horma de sus zapatos... Ya se las verán conmigo...  Me basto yo solo para ponerlos en vereda".

El porqué del nombre. Según Sanabria llegada la noche, el recién estrenado comisario metió el revólver en la revolvera, introdujo un laque a su cinturón y salió de la comisaría con rumbo a la calle de la siniestra fama.
Al día siguiente sus colegas de la guardia fueron a buscarle para saber del resultado de su aventura y lo encontraron poniéndose fomentos y salmueras sobre la frente y las sienes. Tenía la cara hecha un mapamundi de magulladuras, moretones, chichones, peladuras y araños.  El hombre no esperó a que le pregunten nada. Apretando parches y arrimando fomentos, murmuró por lo bajo: ¡No hay qué hacerle che!… la calle es brava, brava…. Así quedó entonces bautizada la vía como “La calle Brava”.

Santa Cruz de antaño
La calle Brava era el centro del alboroto
Durante décadas, la hoy llamada calle Vallegrande marcó el límite de Santa Cruz, pero también concentró el desorden y las peleas





El Pozo del Fraile


Entre los cruceños de hoy en día, nada amigos de la tradición y de las cosas viejas de su pueblo, no deben de ser muchos los que conocen o han oído hablar de "El Pozo del Fraile". Va para ellos la indicación que sigue.

Ciento y tantos años hace que se dio este nombre a una hoya o depresión artificial de hasta cincuenta varas de contorno, por una y media o dos de profundidad, que cuando el agua llovediza se llenaba, venía a ser un pozo de los más grandes en aquellos cantos de la ciudad. Todavía existen los vestigios, y si alguien quiere verlos, no tiene más que ir hasta la primera cuadra de la calle Campero, entre Sucre y Bolívar, y entrar por el canchón del moderno edificio de la Asociación de Exprisioneros de Guerra.

Vamos ahora al cuento del pozo.

La construcción del templo y convento de San Francisco fue obra emprendida y realizada en la sexta década del siglo pasado. Para levantar los muros de la vasta y espaciosa construcción fue menester, previamente, fabricar varias decenas de miles de adobes. Un lego de la comunidad franciscana, experto en albañilería, halló la tierra más apropiada para ello, a corta distancia de donde se iba a edificar, precisamente en el lugar, entonces baldío, que en líneas atrás se ha señalado.

Instalada allí la adobería, bajo la dirección del lego, se procedió a preparar el barro, cavando y cavando recio. Pero como los adobes eran tantos, el sitio de la excavación se agrandó hasta adquirir considerables dimensiones. Había terminado apenas la obra preliminar, cuando el hermano lego murió de aquello que nuestros abuelos decían "muerte repentina". La hoya quedó abierta, y cuando se llenó de agua, en tiempo de lluvias, quedó transformada en pozo.

Paraje sin dueño, tan próximo y con agua abundante por merced del pozo, no podía menos de despertar la ambición de apropiárselo. Un primer pretendiente entró sin más ni más, plantó estacas para comienzo de cerco y se puso a edificar. Estaba en ello cuando cierta noche vio que por la orilla del pozo discurría un fraile con la capucha alzada de tal modo que le cubría la cara. A empezar de aquella noche la figura del fraile no dejó de mostrarse allí, siempre encapuchado y murmurando extrañas palabras en voz baja y gangosa. El loteador... perdón, quise decir el aspirante a propietario del fundo, fue presa del miedo y decidió marcharse, abandonándolo todo. No era para menos.

Con un segundo y tercer pretendiente ocurrió igual. El fraile aparecía junto al pozo tan pronto había conatos de ocupar el fundo, y no era más. No faltó, a la larga, un valentón resuelto a sobreponerse. Este, acompañado de un amigo, no sólo esperó a pie firme la aparición, sino que fue hacia ella, no bien asomó de entre la oscuridad. La valentía del sujeto tuvo su merecido. El fraile levantó un poco la capucha que le cubría la cara... ¡Pero "aquello" no era cara, sino una monda y horrible calavera!.

Demás está decir que el metido a valiente y su amigo echaron a correr a todo lo que dieron sus piernas. Si la vida se les hubiera alargado, hasta ahora mismo seguirían corriendo.

De esas hechas nadie más osó aspirar a la ocupación de los terrenos contiguos al "pozo del fraile". Se llegó a la convicción de que éste no podía ser sino el lego de los adobes, o mejor dicho su alma, que estaba penando, seguramente, por algo que debió dejar pendiente al pasar a la otra vida.

La veda hubo de prolongarse hasta que en los años cincuenta de este presente siglo, los guerreros del Chaco, que tuvieron la mala suerte de ser capturados por el enemigo, adquirieron la parte de aquel amplio solar que da a la calle. Sin sufrir por cierto ningún menoscabo, construyeron allí su edificio propio. Pero al querer ocuparlo todo, como era de esperar, surgió el inconveniente, que no era de esperar... Aparecieron dueños que antes no había, y allí se armó la gresca, tan larga como enojosa. Terció en ella la misma entidad matriz de los guerreros de la patria, la "Fedexchaco", y la cosa se complico más. Hasta hoy sigue la disputa, y sin miras de liquidarse.

Ni volvió, ni ha vuelto a aparecer el fraile. Sin embargo, y por lo que se advierte, su invisible presencia sigue pesando en la posesión de los terrenos contiguos a "su" pozo.

Autor de la imagen: Orlando Iraipi Bejarano; 2003
 Nombre de la Leyenda: El Pozo del Fraile
Bibliografía: www.soysantacruz.cm